Al igual que para reducir el hambre no hay que darles peces y
pan, si no que hay que enseñarles a pescar y a cultivar; para reducir la
pobreza no hay que darles dinero, hay que enseñarles a ganarse la vida.
Sin embargo, parece
que este concepto escapa a la vista de
mucha gente que, queriendo ayudar y con toda la buena intención del mundo,
creen que la solución es redistribuir la riqueza vía impuestos y que a alguien
se le puede confiscar la mitad de lo que gana con su trabajo sin su
consentimiento, hecho que solo le empobrece ya que podría ahorrarlo, invertirlo
o reducir sus deudas.
Y digo yo: ¿no será
mejor solución dejar que se gane la vida sin machacarlo a impuestos? Porque en
este país somos así, decimos: ¡vamos a subir los impuestos a las empresas! ¡Que
son tan malvadas y que pagan tan pocos impuestos! Entonces suben los impuestos
y acaban recayendo sobre el trabajador y sobre el consumidor, pues alguien
tiene que pagarlos. Pero la cosa no acaba aquí, ya que decimos todo esto
pensando en las grandes empresas que facturan miles de millones y tributan
menos que un mileurista, a las cuales una pequeña subida de impuestos le supone
relativamente poco; mientras olvidamos al pequeño empresario de la vuelta de la
esquina que es al que le afecta directamente en su negocio.
Si a todo esto unimos el más que dudoso uso que se le dan a
esos impuestos es cuanto menos para pensárselo. Vale que hay que pagar la
sanidad, la educación, las infraestructuras y demás, pero que no nos estafen. Está
claro que la intención NO es lo único que cuenta, ya que las buenas intenciones
no valen para nada si las consecuencias de llevarlas a cabo empeoran la
situación.



